viernes, 11 de enero de 2019

La Revolución de 1955

Por Alicia Jurado

Aunque durante la dictadura de Perón nos habíamos acostumbrado a vivir en lo posible al margen de la situación política, refugiándonos en nuestras actividades privadas y en el círculo de los amigos, la cosa se hizo más difícil cuando el gobierno empezó a tambalear y Perón entró en pánico, sus discursos se hicieron aún más violentos y comenzaron los desmanes instigados por él.

Fue incendiada la sede del Jockey Club en la calle Florida, de la cual sólo se salvó por milagro la magnífica biblioteca. Todos los hombres de mi familia habían sido socios del Jockey, era el segundo hogar de mi padre y mi marido me llevaba a comer allí los miércoles, día de salida de la cocinera. Ver en escombros aquel club tradicional, fundado por Carlos Pellegrini; saber que por la escalinata había rodado, quebrándose, el bello mármol de la Diana de Falguiére que la coronaba y que los cuadros que yo visitaba semanalmente uno por uno, como cumpliendo un rito, se habían convertido en cenizas, me llenaba de desolación.

Casi acabé presa de nuevo por llorar ante el desastre, contándole a las personas congregadas en la calle que habían incinerado tres Goyas, un caballero de Reynolds vestido de rojo, un Monet otoñal cuyas hojas doradas se reflejaban en el agua, un gran Sorolla con sus típicas velas henchidas por el viento, el propio retrato de Pellegrini pintado por Bonnat. Un vigilante me obligó a alejarme, pero yo sentí que me habían tocado en lo más vivo: muchas cosas se podían soportar, pero no la vandálica destrucción de obras de arte que eran parte de nuestro escaso patrimonio artístico.

Un día Perón entró en conflicto con la Iglesia, hasta entonces callada cuando no benévola ante el gobierno, que la compró con la ley de enseñanza religiosa en las escuelas, por supuesto que también hubo, aunque no muchos, valerosos sacerdotes que militaron en la oposición. Cuando la tirantez llegó al punto crítico, los mismos foragidos que incendiaron los Goyas hicieron otro tanto con las iglesias y, con una aparente discriminación que se creería diabólica si hubieran sido capaces de tenerla, eligieron, habiendo tantas feas y desprovistas de interés, precisamente aquellas antiguas que conservaban altares e imaginería de la colonia. San Francisco, La Merced, Santo Domingo, San Miguel, San Ignacio, fueron saqueadas, quemados en piras los bancos de madera en mitad de la nave principal. El Pilar se salvó por un pelo, pero desaparecieron los archivos de la Curia. Los bomberos, que acudieron muy tarde, contemplaban las llamas sin combatirlas: era evidente que tenían orden de no intervenir. Al mismo tiempo, pusieron fuego a las sedes de varios partidos políticos opositores.

Peor incendio fue el que se produjo en nuestro espíritu; ese acto de barbarie había conseguido el repudio unánime de los católicos y de quienes no lo eran. Se afirmaba que había perpetrado los delitos la Alianza Libertadora Nacionalista, compuesta por exaltados y brazo derecho de Perón, pero el gobierno, naturalmente, nunca asumió la responsabilidad.

Se acercaba la Revolución de 1955 y los meses que la precedieron fueron terribles. Todos los días nos enterábamos de que, en busca de presuntos sediciosos, la dictadura había encarcelado y a veces torturado a algún conocido nuestro. Corrían rumores que se mandaría al populacho a incendiar y saquear el barrio norte, supuesto baluarte de la oligarquía enemiga, un término no del todo claro porque el tirano no era experto en etimologías. La única oligarquía real era el grupo que dirigía el país, aunque después mi amigo Jorge García Venturini inventó una palabra mejor, kakistocracia, el gobierno de los peores, para referirse a ese periodo y a otros que le siguieron.

El barrio norte ni siquiera era exclusivo de las familias aristocráticas, ya que vivía en él buena parte de la clase media y tampoco faltaban los conventillos. Sea como fuere, el caso es que allí vivía yo, sola con mis hijos de siete y ocho años, en una casa indefensible, sin más que una reja de poca altura para interponerse entre la turba y las puertas de vidrio que daban acceso a la entrada. Yo dormía con una pistola cargada a mano dispuesta a usarla, porque las criaturas, cada una en su cuarto y sin sospechar el peligro que corríamos, descansaban como ángeles llenándome de congoja y de coraje. Mi cuaderno de ese año registra estas zozobras:

La tensión crecía hasta ahogarnos. La dictadura usaba ferozmente de sus medios más odiosos: cárcel, allanamientos, persecución, tortura. Desde el discurso de Perón del 31 de agosto, en que autorizó sin reparos al asesinato político, el miedo y el odio se desataron sobre la ciudad. Vivíamos un clima ominoso: todo podía suceder. Corrían los rumores: para hoy, para mañana, para la semana próxima. Hacer provisión de alimentos, de velas; llenar las bañeras de agua. Para hoy: falsa alarma. Para mañana: un revuelo de amas de casa en los almacenes, comprando sin discrimianción, a las que la policía llevaba presas por sembrar pánico.

Todos los días era un amigo, el amigo de un amigo. Lo golpearon. Le aplicaron la picana eléctrica. Está preso. Están presos. En casa había un arma de calibre prohibido que me podía significar la cárcel, oculta, entre otras no menos eficaces, en la alacena secreta del escritorio que se disimulaba tras de un panel de la boiserie. Los cuadros y objetos de valor habían sido llevados lejos del barrio en peligro.

Así llegó el mes de septiembre y la revolución que se llamó Libertadora, aunque apenas sirvió para dar un corto alivio a un país que tiene siempre los gobiernos que merece, sobre todo cuando los elige. Fue esta una verdadera revolución y no un mero golpe de Estado, como tantos a los que nos tuvimos que acostumbrar después; duró varios días, corrió sangre y nos mantuvo en una ansiedad indescriptible, ya que la cadena oficial de radioemisoras daba noticias falsas y nuestro único consuelo era la de Uruguay, que nos transmitía mensajes de esperanza.

Muy clara tengo la imagen de mi familia reunida escuchando Radio Córdoba, los primeros mensajes de la revolución triunfante y el Himno Nacional que oí llorando de gratitud. Escribí entonces:

La revolución estalló un viernes por la mañana. El domingo, recuerdo la emoción de oir la proclama revolucionaria por la noche, en la Radio de Córdoba. El lunes, bajo una lluvia como la del 25 de mayo, la gente se volcó a las calles y me lancé bajo el paraguas por la de Santa Fe; pasaban los automóviles en medio de un agitar de pañuelos y de banderitas y una batahola de bocinas: enronquecíamos gritando: ¡Argentina libre! ¡Viva la Patria! ¡Viva la libertad!.

No obstante, en Buenos Aires la situación era incierta todavía. Perón, aprestándose para huir en la cañonera paraguaya, seguía asegurando que la revolución había fracasado y las tropas leales al gobierno sólo hacían operaciones de limpieza. Temíamos, con algún fundamento, que en un intento de venganza final lanzara a sus hordas sobre la ciudad para saquearla; por otro lado, la Armada avanzaba hacia la capital y no era imposible que tirase sobre ella si Perón no se rendía. Yo vivía en Juncal y Suipacha, bastante cerca de Retiro y por consiguiente del puerto.

La revolución había triunfado y una alegría desbordante inundaba a grandes sectores de la ciudadanía; tan grandes, que el día de la asunción de mando del General Lonardi, hasta los más enemigos de las multitudes nos volcamos a la Plaza de Mayo. Basta ver las fotografías de los diarios para comprobar las dimensiones de aquel gentío, que atestaba la plaza en forma compacta y se prolongaba a gran distancia por las calles adyacentes. Los peronistas parecían haber desaparecido de la noche a la mañana.

La muchedumbre de la plaza, a diferencia de aquellas a las que ese lugar se había habituado en la última década, mostraba un alto grado de civilización en su aspecto y en su conducta. Un mar de banderitas argentinas se agitaba sobre ella, pero no se oyó un solo grito hostil, ni un ¡muera! Parecía que en tal exceso de felicidad no cabía ningún sentimiento de odio. Sólo los estudiantes habían llenado las paredes de la calle Florida con frases alusivas, algunas muy oportunas...La más ingeniosa: Ni riges, ni ruges. O rajas o rejas. Firmado: Rojas. Y en una vidriera, esta estrofa olvidada de nuestro interminable Himno Nacional:

La victoria al guerrero argentino/Con sus alas brillantes cubrió/Y azorado a su vista el tirano/Con infamia a la fuga se dio.

Fue un delirio de júbilo, porque no todos los días se derriba un tirano; despertábamos de más de diez años de pesadilla y volvimos a creer en el futuro. El tiempo se encargó de desengañarnos.

(Extractos de "El mundo de la palabra" de Alicia Jurado-Emecé Editores SA-Buenos Aires 1990)